Holocausto Judío:

Introducción: 
No puede hallarse en la Historia otro crimen tan atroz ni tan fríamente calculado como el que aniquiló a millones de seres humanos en los campos de concentración nazis. Reducidos al estado animal, sometidos a la más espantosa degradación moral y física, hombres, mujeres y niños fueron salvajemente torturados y arrastrados a las cámaras de gas por el solo hecho de pertenecer a una raza considerada inferior o de sostener creencias religiosas o políticas antagónicas a las de la «raza de los señores».
Hitler fue el origen de este furioso torbellino de la muerte. Pero Hitler no estaba solo. Parte de un pueblo fanatizado por la propaganda, educado en el desprecio hacia el hombre no ario, le ayudó a borrar de la faz de la tierra a sus pretendidos «enemigos».

Día: 25 de enero de 1945; lugar: K.Z.Stutthof, campo de concentración situado a pocos kilómetros al este de Gdansk (Danzig para los alemanes). Cuando llegaron los soldados del Ejército Rojo, los primeros que iban a liberar un campo de exterminio nazi, sólo 385 de los 120.000 prisioneros que habían pasado por Stutthof (el 90 % de ellos era de origen polaco) lograron franquear las puertas del campo y respirar de nuevo la libertad.

Los jóvenes soldados soviéticos descubrieron un espectáculo dantesco. Allí estaban los supervivientes del horror nazi, que vagaban moribundos, casi desnudos, por la amplia plaza del campo mientras el termómetro marcaba -30 °C; allí estaba el patíbulo, que en numerosísimas ocasiones había servido para segar las vidas de cientos de polacos, mudo testigo de unos hechos difícilmente creíbles; allí estaba la cámara de gas, sofisticada habitación de la muerte, que en los últimos meses de 1944 había consumido la escalofriante cantidad de 200 víctimas por hora; y, finalmente, allí estaba el horno crematorio, con su erguida chimenea aún humeante, donde las SS habían intentado borrar todo rastro de su barbarie, pero sin conseguirlo, porque los 85.000 cadáveres que pretendían hacer desaparecer en el momento de la liberación del campo eran demasiados para la capacidad del horno. Así pues, los rusos encontraron también miles y miles de cadáveres amontonados formando un amasijo de brazos, piernas y cabezas.

El 27de enero de 1945, otros soldados soviéticos pudieron presenciar una escena parecida en otro lugar siniestro: Auschwitz. Y en el mes de abril, tras la llegada de los blindados americanos al campo de Buchenwald, cerca de Weimar, el general Eisenhower comprobó con sus propios ojos hasta dónde fueron capaces de llegar los nazis en su desprecio por la vida de los seres humanos.
La historia de los campos de concentración nazi comienza poco después de que Hitler fuera nombrado canciller del Reich el 31 de enero de 1933; su existencia obedece al propósito de eliminar a la oposición política.Al principio, Hitler introdujo la "Schutzhaft" (custodia preventiva) como excusa para encerrar en los campos elementos no gratos para el régimen; más adelante no tuvo escrúpulos para eliminarlos.

En marzo de 1933, con motivo de la puesta en servicio de los primeros campos -Oranienburg y Dachau-, Hitler definió así la función de estos establecimientos: «La brutalidad inspira respeto. Las masas tienen necesidad de que alguien les infunda miedo y las convierta en temblorosas y sometidas. No quiero que los campos de concentración se conviertan en pensiones familiares. El terror es el más eficaz entre todos los instrumentos políticos... Los descontentos y los desobedientes se lo pensarán dos veces antes de enfrentarse con nosotros, cuando sepan lo que les espera en los campos de concentración.

Agrediremos a nuestros adversarios con brutal ferocidad y no dudaremos en doblegarlos a los intereses de la nación mediante los campos de concentración. »No cabe la menor duda que quienes fueron delegados por Hitler para este cometido cumplieron fielmente los deseos de su jefe. En un principio, los campos se hallaban bajo el control de la SA («Sturm Abteilung», sección de asalto), tropas de choque que acabaron por ser anuladas después de un sangriento ajuste de cuentas con las SS durante la célebre «Noche de los cuchillos largos», el 30 de junio de 1934. La SA fue, por tanto, la encargada de instaurar el terror mediante asesinatos masivos en los primeros campos de concentración. El comandante de Dachau, Theodor Eicke, redactó de forma escrupulosa un reglamento cuya letra y espíritu legitimaban estos asesinatos.

Tras la desaparición de la SA, Hitler asignó a las SS («Schutz-Staffeln», escuadras de protección) el control de los campos y Heinrich Himmler se encargó de organizarlas. Con tal fin creó unos destacamentos destinados al servicio de custodia de los campos, las «Totenkopfverbánde» (formaciones de la calavera), reclutadas entre los nazis más fanáticos.Las primeras remesas de prisioneros llegadas a los campos fueron obligadas a trabajar bajo una disciplina durísima y en unas condiciones inhumanas para levantar y ampliar los establecimientos. Aquéllos que no eran capaces de soportarlo mor
ían sin remedio o eran fusilados; sin embargo, en ningún caso se revelaba la verdad sobre los fallecidos.

Bajo la directa supervisión de Himmler, los campos se multiplicaron. Después de Dachau, Sachsenhausen, Buchenwald, Ravensbruck(campo para mujeres),Stutthof, Auschwitz, Neuengamme,...Estos grandes campos tenían otros anexos menores llamado: Kommandos exteriores. Antes de 1939, el número de prisioneros internados en campos de concentración era relativamente bajo, sobre todo si se tienen en cuenta las cifras del período de guerra; además, aún no se habían aplicado masivamente los sistemas de tortura y muerte. No obstante, esta situación cambió de modo radical tras las redadas de judíos llevadas a cabo por los nazis durante la tristemente célebre «Noche de cristal» (9-10 de noviembre de 1938), y después de la anexión de Austria, que significó la entrega de aquel país a manos de la Gestapo y de las SS. Tras estos acontecimientos, el número de internados aumentó vertiginosamente. Y Himmler planeó la posibilidad de explotar la fuerza de trabajo que tal cantidad de detenidos era capaz de ofrecer a sus secuaces. Hitler había prohibido el empleo de prisioneros en la fabricación de armamento, pero a partir de septiembre de 1942 se hizo imprescindible aumentar la producción bélica. Con este objetivo se llegó a un acuerdo según el cual los prisioneros trabajarían en las industrias privadas encargadas de abastecer al ejército, a cambio de dinero y de un porcentaje de la producción para reequipar a las SS.

1944: 30.000 muertos al mes.
Pero las infrahumanas condiciones de trabajo y la pésima alimentación hicieron aumentar de manera alarmante la mortalidad en los campos. Al recibir un informe en el que se le comunicaba que de los 136.700 deportados que habían ingresado en los campos entre junio y noviembre de 1942 sólo habían sobrevivido 23.502, Himmler montó en cólera. Eso significaba que las bajas eran del orden de 19.000 mensuales, algo intolerable para el buen ritmo de la producción.

La respuesta de Himmler fue la promulgación de una ley titulada «El Reichsführer orde hacer disminuir, en forma absoluta, el índice de mortalidad». A pesar de la grandilocuencia, en 1944 el número de víctimas había aumentado a 30.000 mensuales. A medida que los ejércitos aliados avanzaban, la situación en los campos alcanzaba las metas que se habían propuesto sus funestos artífices. Como ha dicho el psicólogo Bruno Bettelheim, superviviente de Dachau y Buchenwald, por medio de los campos de concentración la Gestapo pretendía «Acabar con los prisioneros como individuos, extender el terror entre el resto de la población, proporcionar a los individuos de la Gestapo un campo de entrenamiento en el que se les enseñaba a prescindir de todas las emociones y actitudes humanas, proporcionar, en fin, a la Gestapo, un laboratorio experimental para el estudio de medios eficaces para quebrantar la resistencia civil.»

Auschwitz, largo calvario hasta la cámara de gas 
Sobre la puerta de entrada de Auschwitz I, todavía hoy puede leerse un letrero que reza: «Arbeit macht frei» (El trabajo da la libertad). Situado en tierra polaca, entre Katowice y Cracovia, el campo de Auschwitz cuenta en su haber con la cifra más alta de asesinatos: se calcula en 4.000.000 el número de exterminados, la mayoría de ellos judíos (3.000.000 muertos en las cámaras de gas), además de millares de gitanos y de prisioneros de guerra soviéticos. El campo estaba rodeado de una alambrada espinosa electrificada, y varias torretas dotadas de ametralladoras y potentes reflectores custodiaban las instalaciones día y noche. A la llegada de cada convoy, los SS gustaban de repetir con macabro cinismo: «Aquí se entra por la puerta y se sale por la chimenea.» En la misma estación de ferrocarril, los deportados que habían sobrevivido al viaje eran seleccionados: los más fuertes se empleaban para el trabajo, el resto era eliminado. Inmediatamente, los SS practicaban la «Strasse» (calle) en la cabeza de los prisioneros: un surco de unos 2 cm. de anchura desde la frente hasta la nuca; a continuación se marcaba a fuego su número de matrícula en el brazo o en la nuca, número que también era inscrito en una placa de hojalata que el prisionero debía llevar constantemente atada a su muñeca, y cuya pérdida podía significar la muerte.El vestido de los prisioneros consistía en un uniforme a rayas al que se cosía, según las categorías, un triángulo de paño de distintos colores dentro del cual se estampaba la inicial de la nacionalidad del detenido (F, francés; B, belga; S, español; R, ruso; P, polaco). Debajo del triángulo figuraba el número de matrícula. Los prisioneros judíos llevaban una estrella de David de color amarillo.

Los deportados que habían resistido las primeras vejaciones era integrados en escuadrones de trabajo bajo las órdenes de un «Kapo» (KAmaraden POlizei), generalmente delincuentes de derecho común que colaboraban con los SS en los peores servicios y brutalidades. Los escuadrones de trabajo debían recorrer diariamente varios kilómetros a pie para llegar al lugar del trabajo. Una vez allí les estaba prohibido hablar. Si alguno caía rendido por el cansancio o se alejaba de su puesto, era fusilado inmediatamente, y su cadáver debía ser cargado por sus compañeros hasta el campo para el recuento.Sometidos a una despiadada explotación, los deportados llegaban a convertirse en lo que según la jerga de los campos se denominaba «musulmanes»; es decir, detenidos que habían alcanzado el último grado de agotamiento, el límite de sus fuerzas.

Los prisioneros de Auschwitz trabajaban, en el l. G. Farben, en las fábricas de material de guerra de la Unión Krupp y en empresas más pequeñas que los empleaban en minas, bosques o trabajos de construcción de carreteras. De este modo, las SS, a cambio deproporcionar mano de obra barata obtenían de tales empresas sustanciosos beneficios.

El umbral de la muerte 
La escasísima alimentación era otra forma de morir lentamente. En Auschwitz, un prisionero recibía alrededor ue 1.740 calorías diarias, cuando las mínimas indispensables debían ser 4.800. Además, la disenteria y otras enfermedades causaban estragos entre los deportados. Algunos «afortunados» lograban acceder a la enfermería («Revier») que, a pesar de ser un lugar siniestro e insalubre, y en la mayoría de las ocasiones la antesala de la cámara de gas, significaba un refugio para muchos prisioneros, sobre todo en invierno.

En noviembre de 1944, ante el avance de los aliados hacia Alemania, Hitler ordenó la suspensión de matanzas en Auschwitz y el desmantelamiento de los hornos. Se inició así el último de los sufrimientos para los que aún sobrevivían: 60.000 personas fueron evacuadas hacia Buchenwald. Anduvieron toda una noche recorriendo 70 km; luego les esperaban tres largos días de penoso viaje en vagones de tren descubiertos, soportando temperaturas de -20 C. Al entrar los soviéticos en el campo de Auschwitz el 27 de enero de 1945, se encontraron con 5.000 deportados, la mayoría de los cuales murieron poco tiempo después a causa del estado en que se encontraban.

Sobre una colina boscosa y arrasada por el viento, próxima a la ciudad de Weimar, la cuna de Goethe, se levantó en 1937 el campo de Buchenwald.En l puerta de hierro forjado de su entrada se podía leer una inscriopción que decía: «Jedem das seine» (A cada uno lo suyo). Buchenwald era una auténtica «fábrica de cadáveres»: en los sótanos de su «Krematorium» estaban las salas de disección, cámaras de tortura y la sala en la que se llevaban a cabo ahorcamientos mediante ganchos de hierro clavados en las paredes; desde allí, los cadáveres subían en un montacargas al piso donde estaban instaladas las cámaras de gas y los hornos crematorios. A pesar de la enorme capacidad de este edificio, en el patio también se amontonaban carretas de muertos procedentes de los barracones o de la enfermería.Un cierto número de deportados -en su mayoría políticos y judíos alemanes, polacos y checos- fue empleado en las fábricas de Gustloff anexas al campo, en la «Steinbruch» (cantera), o en la reparación de carreteras.

La crueldad de los campos se vio aumentada en Buchenwald por la presencia del comandante Walter Koch y, sobre todo, de su esposa llse, cuyo nombre tiene para los supervivientes un significado escalofriante: nadie puede olvidar las lámparas de su habitación, cuyas pantallas fueron elaboradas con la piel tatuada de algunos deportados.En los primeros días de abril de 1945, las SS recibieron orden de liquidar el campo. Gran cantidad de deportados fueron evacuados hacia los campos de Bergen-Belsen, Dachau y Flossenburg, entre otros. Muchos murieron en el camino. Sin embargo, la última empresa de exterminio no pudoser llevada a cabo por las SS gracias a la decisiva acción de la organización clandestina del campo que logró liberarlo el 1 1 de abril de 1945, algunas horas antes de la llegada de los blindados americanos. De los 250.000 detenidos que habían pasado por Buchenwald, en aquel momento sólo sobrevivían penosamente unos 25.000.

Mauthausen, escalera hacia el abismo 
Auténtica fortaleza inexpugnable, Mauthausen fue construido junto a la cantera de Wienergraben, aorillas del Danubio, en las cercanías de la ciudad austríaca de Linz. El acceso a la cantera se efectuaba descendiendo los 186 escalones de la «escalera de la muerte». Al amanecer, los prisioneros la bajaban corriendo, golpeados por la SS que formaban dos hileras; por la noche, la subida se llevaba a cabo en columnas de a 5, muy a menudo con un bloqke de piedra a la espalda.En la cima de la cantera al final de la escalera, se abría un abismo en la roca cortada quie la SS había bautizado "pared de los paracaidistas" porque mucho prisioneros deseperados se lanzaban al vacío o eran empujados y precipitados por los guardianes.Entre 1939 y 1945, el campo de Mauthasen llegó a albergar a 335.000 deportados de los que murieron 122.777, si contar los que eran asesinados antes de ser registrados.Antes de morir, había que sifrir todo tipo de humillaciones.En los barracones donde se hacinaban 10 veces más personas que las inicialmente previstas, 5 o 6 prisioneros tenían que compartir un pequeño jergón de paja.En plena podía llegar la orden de dirigirse desnudos al baño para regresar sin secarse a los barracones o de formar en la plaza central de campo durante horas soportando temperaturas de -20 grados centígrados. En el despacho del comandante de campo, Franz Ziereis, responsable de los crímenes allí cometidos, se encontró una orden que decía: "En el casoq ue el enemigo aproxime, hagansé sonar las sirenas, obliguesé a todos los detenidos a entrar en el "Keller" (galerías subterráneas) y procédase a su eliminación utilizandosé gas." Un Comité Internacioanal de Resistencia, creado clandestinamente por los deportados , liberó el campo tras duros combates entre el 5 y 7 de mayo de 1945, antes de que llegaran las fuerzas aliadas.

Un día cualquiera en un campo de concentración
La diana solía sonar entre las 4 y las 5 de la madrugada. Había que ocuparse de la limpieza personal, pero en muchas ocasiones se carecía de agua. A continuación se distribuía un tazón de agua sucia eufemísticamente llamada café, cuya máxima virtud era estar caliente. Sin perder tiempo, los internados tenían que formar en la «Appelplatz» o «Lagerplatz» (plaza central del campo) donde se pasaba lista. Tras este trámite, que podía durar horas, los prisioneros eran agrupados en «Kommandos», cada uno de los cuales constituía un grupo de trabajo a cuyo frente estaba un «Kapo». Los trabajos forzados se realizaban aprovechando al máximo la luz solar. El único momento de reposo era el de la «comida»: un plato de sopa y las denominadas «porciones», que consistían en 300 g de pan de salvado o de serrín de madera. Por la noche, otro plato de sopa, esta vez con trocitos de legumbres secas, col y nabos. Cinco veces por semana se distribuían con el pan 25 g de margarina, y una vez por semana un pedacito de salchicha vegetal de unos 75 g o dos cucharadas de mermelada. De vez en cuando, dos cucharadas de coágulos de leche que pretendían ser queso.

A medida que pasaba el tiempo y aumentaba el número de prisioneros en los campos, las raciones de comida fueron disminuyendo. Para los hambrientos, cualquier cosa era comestible, ya fueran mondaduras sucias o patatas crudas; en algunos campos, incluso se dieron actos de canibalismo.Los barracones de madera («Blocks»), además de albergar a los prisioneros amontonados, estaban cargados de piojos, pulgas, polvo, moho y excrementos humanos. Los enfermos que no cabían en la enfermería se quedaban en los barracones, agrupados por enfermedades, esperando la llegada de la muerte.Los castigos corporales formaban parte de la vida cotidiana. Era casi imposible escapar a los castigos porque todo estaba prohibido: aproximarse a menos de dos metros de la alambrada, dormir con la chaqueta o sin calzoncillos, no ir a la ducha los días señalados o ir los días no señalados, salir del barracón con la chaqueta desabrochada, llevar bajo la ropa papel o paja para protegerse del frío,...

La contravención del reglamento podía significar 20 ó 50 bastonazos en los riñones, o bien tener que permanecer en posición de firmes bajo los focos de los reflectores durante toda la noche, con las manos cruzadas detrás de la nuca. Sin embargo, los SS pocas veces se manchaban las manos. Se elegía a los verdugos entre los propios compañeros de los prisioneros: los odiados «Kapos». En ocasiones, los mismos prisioneros aceptaban colaborar para poder disfrutar de algunas ventajas. El llamado «Sonderkommando» (destacamento especial) se encargaba de las cámaras de gas y de los hornos crematorios. Lo formaban prisioneros polacos, lituanos, rusos y ucranianos, en su mayor parte judíos. Su trabajo consistía en abrir las cámaras de gas, arrastrar con gar os os ca veres asta e orno, limpiar la cámara para la siguiente utilización y trasladar las cenizas y huesos que habían caído a través de las parrillas.

Exterminio 
Ya en los últimos meses de 1939, Hitler propuso un programa de eutanasia, destinado a eliminar los enfermos incurables, fundamentalmente los mentales. El asesinato de las víctimas se llevó a cabo obligándoles a inhalar monóxido de carbono. Los familiares debían contentarse con un certificado de defunción que aludía a «muerte por pulmonía o debilidad cardíaca».

Cuando Hitler decidió la llamada «Solución final», fueron dispuestos los grandes campos de exterminio polacos (Chelmno, Belzec, Sobibor y Treblinka) para dicho cometido. En Chelmno, por ejemplo, los deportados eran obligados a prepararse para tomar un baño antes de ser enviados a trabajar. A continuación se les introducía en camiones especiales, preparados para que el monóxido de carbono producido por los motores penetrase en la cámara donde viajaban las víctimas. Cuando ya no se oía ningún grito, los camiones se trasladaban hacia un bosque cercano donde los cadáveres eran arrojados en grandes fosas. Más tarde se construyeron las cámaras de gas fijas y los hornos crematorios. Para el funcionamiento de aquéllas se utilizó el gas «ZyklonB», «mucho más eficaz», según palabras de Rudolf Hess.

Cuando el exterminio fue masivo, se «perfeccionaron» las instalaciones. En Treblinka, y con la presencia de Himmler, se inauguraron nuevas cámaras y hornos capaces de eliminar 5.000 cadáveres en 24 horas.Con la aplicación de técnicas más expeditivas, en la primavera de 1944 se alcanzó la cifra de 24.000 gaseamientos diarios. Previamente, las víctimas eran despojadas de todas sus pertenencias. La rapiña de las SS llegó hasta el punto de especular con el pelo de los deportados que, mediante un adecuado tratamiento, era convertido en fieltro industrial. Tras la liberación de Auschwitz se encontraron siete toneladas de cabellos humanos en los almacenes del campo. Los huesos sin quemar se vendían a firmas industriales, y las cenizas, se utilizaban como fertilizante. Las prótesis dentales de oro o platino iban a parar a los bolsillos de los SS.Además de las cámaras de gas, los nazis utilizaron otros muchos medios para matar. Los prisioneros de guerra y políticos de cierta relevancia eran fusilados. En Mauthausen se colocaba a los prisioneros de espaldas contra una regla vertical graduada-a modo de medidor de estatura que tenía un agujero a la altura de la nuca; por este orificio de disparaba acertadamente y sin posibilidad de error.En algunos campos , las víctimas fueron obligadas a descender a fosas llenas de cal viva en que luego se le arrojaba agua.

En varios campos, los internados fueron utilizados como cobayas humanas y sometidos a terribles experiencias:inoculación de fermedades,ablación de músculos, castración y esterilización,... Algunas de estas experiencias estaban orientadas a encontrar los métodos más eficaces para el exterminio de las etnias y los grupos sociales considerados inferiores. El Instituto de Higiene de las Waffen SS dirigía estas pruebas, llevadas a cabo por médicos nazis en colaboración con las secciones de química farmacéutica del I. G. Farben y otras empresas. Cuando las víctimas ya no servían para nada, una inyección venenosa terminaba con sus vidas.El Dr. Brack ideó un método de esterilización basado en la proyección intensa de rayos X sobre los órganos genitales, mientras el individuo, sin advertir lo que le estaban haciendo, rellenaba un formulario en una ventanilla. También se pensó en la castración quirúrgica, pero resultaba un método excesivamente lento. En Dachau se hicieron más de 500 operaciones para el adiestramiento de estudiantes de medicina: la mayoría de los operados falleció sin remedio.Uno de los más crueles «médicos» nazis fue el Dr. Sigmund Rascher. Introducía a sus víctimas en cámaras de descompresión, las sometía a temperaturas bajo cero, las sumergía en recipientes de agua helada para «observar las reacciones del paciente». En Auschwitz se efectuaron experiencias consistentes en someter la epidermis de los internados a la acción de gases tóxicos; se les inyectaba petróleo o gasolina, y se estudió la influencia de determinados productos químicos sobre la capacidad mental de las víctimas. Algunas deportadas sufrieron la inoculación de células cancerígenas en el cuello del útero, para después ser gaseadas.

Se ha hablado mucho y se han baraj ado gran cantidad de cifras al referirse al genocidio judío y a las víctimas de la barbarie nazi en general. Se estima que murieron alrededor de 5.934.000 judíos, de ellos, 3 millones eran polacos, 900.000 ucranianos, 450.000 húngaros, 300.000 rumanos y 210.000 alemanes y austríacos. Según algunos historiadores, otros seis millones de personas murieron en los campos de concentración del Reich.Entre 150.000 y 200.000 soldados, oficiales e industriales fueron responsables directos de estas muertes. Desde el final de la guerra, sólo unos 35.000 han sido juzgados y condenados por ello.Además de los judíos, gentes de todas las etnias, grupos sociales, nacionalidades y credos religiosos y políticos sufrieron en silencio la degradación y la muerte: gitanos, homosexuales, miembros de la Resistencia francesa, soldados rusos, republicanos españoles, políticos comunistas y sacerdotes católicos.... Nadie escapó al holocausto.

Queridísimo Reichsfuhrer:
umplo con el deber que me ha señalado de tenerle periódicamente informado de los resultados de mis investigaciones... "Pese a la brevedad del período de tiempo que he tenido a mi disposición, solo cuatro meses, ya me hallo en condiciones , Reichsfuhrer, de informarle de cuanto he descubierto.El método inventado por mí para esterilizar el organismo femenino sin intervención quirúrgica, se encuentra en la práctica totalmente a punto.El método se funda en una sola inyección en el cuello del útero y puede ser aplicado mientras se efectua un examen ginecológico normal, conocido por todos los médicos.Cuando afirmo que el método está a punto "en la práctica"quiere decir que aun de efectuarse determinados perfeccionamientos, que este sistema puede ser,desde ahora,utilizado en lugar de la intervención quirurgica para nuestras esterilizaciones eugenésicas y sustituírla." "En cuanto a la pregunta que Ud. Reichsfuhrer, me formuló hace casi un año respecto al tiempo necesario para esterilizar por este sistema a un millar de mujeres, puedo responderle con suficiente aproximación.Es decir si mis investigaciones siguen con el ritmo actual - y no existe motivo para suponer lo contrario- , no está lejano el momento en que un médico práctico, que disponga de la instaalción adecuada y de una docena de ayudantes (el número de ayudantes está en función de la aceleración del programa que se desee cumplir) , se halle en condiciones de esterilizar varios centenares - e incluso 1000 mujeres al día -. Fuente Consultada: Carta del Dr. Carl Clauberg a Himmler 7-6-1943

"ENSEÑAR A CONTAR HASTA 500,..." 
Para los pobladores no alemanes del este sólo habrá una escuela primaria de cuatro grados.Esa enseñanza elemental tendrá exclusivamente el siguiente objeto: enseñar a contar hasta 500, escribir el nombre completo, inculacar la doctrina de que hay un mandamiento divino, obedecer a los alemanes, y ser trabajador y dócil.No estimo neecsario que se enseñe a leer."
Fuente Consultada:Memoria de Himmler
La Enfermería (Del Capítulo: IX del libro: Los Hornos de Hitler de Olga Lengyel) 

RELATO VERÍDICO: Durante semanas y semanas, no hubo medios para atender a los enfermos. No se había organizado hospital ninguno para los servicios médicos, ni disponíamos de productos farmacéuticos. Un buen día, se nos anunció que, por fin, íbamos a tener una enfermería. Pero ocurrió que, una vez más, emplearon una palabra magnífica ' para describir una realidad irrisoria.
Me nombraron miembro del personal de la enfermería. Cómo pudo suceder tal cosa merece punto y aparte. Poco después de mi llegada, me hice de todo mi valor para suplicar al doctor Klein, que era el jefe médico de las S.S. del campo, que me permitiese hacer algo para aliviar los padecimientos de mis compañeras. Me rechazó bruscamente, porque estaba prohibido dirigirse a un doctor de las S.S. sin autorización: Sin embargo, al. día siguiente, me mandó llamar para comunicarme que a partir de aquel momento iba a quedar a cargo del enlace con os doctores de las distintas barracas. Porque él perdía un tiempo precioso en escuchar la lectura de sus informes mientras giraba sus visitas, y necesitaba ayuda.

Inmediatamente se estableció un nuevo orden de cosas. Todas las internadas que tuviesen algún conocimiento médico deberían presentarse. Muchas se. prestaron voluntariamente. Como yo no carecía de experiencia, me destinaron al trabajo de la enfermería. En la Barraca No. 15, probablemente la que estaba en peores condiciones de todo el campo, iba a instalarse el nuevo servicio. La lluvia se colaba entre los resquicios del techo, y en las paredes se veían enormes boquetes y aberturas. A la derecha y a la izquierda de la entrada había dos pequeñas habitaciones. A una se la llamaba "enfermería", y a la otra "farmacia".

Unas semanas después, se instaló un "hospital" al otro extremo de la barraca, y quedamos en condiciones de reunir cuatrocientos o quinientos pacientes. Sin embargo, durante mucho tiempo no dispusimos más que de las dos pequeñas habitaciones. La única luz que teníamos procedía del pasillo; no había agua corriente, y . resultaba difícil mantener limpio el suelo de madera, aunque lo lavábamos dos veces al día con agua fría. Carentes como estábamos de agua caliente y desinfectantes, no conseguíamos raer los residuos de sangre y de pus que quedaban en los intersticios de las tarimas.

El mobiliario de nuestra enfermería se componía de un gabinete de farmacia sin anaqueles, una mal pasada mesa de reconocimiento que teníamos que nivelar con ladrillos, y otra mesa grande que cubrimos con una sábana para colocar en ella los instrumentos. Poco más era lo que teníamos, y todo en lamentable estado. 

Siempre que íbamos a usar algo, nos veíamos frente al mismo problema: ¿utilizaríamos los instrumentos sin esterilizar, o nos pasaríamos sin ellos? Por ejemplo, después de tratar un forúnculo o un antras, acaso se nos presentase un absceso de menor gravedad, que teníamos que curar con los mismos instrumentos. Sabíamos que exponíamos a nuestro paciente a una posible infección. ¿Pero qué podíamos hacer? Fue un verdadero milagro que nunca tuviésemos un caso de infección grave por ese motivo. A veces pensábamos que nuestra experiencia echaba por tierra, acaso, todas las teorías médicas sobre esterilización.

El total de internadas de nuestro campo ascendía a treinta o cuarenta mil mujeres. ¡Y todo el personal de que disponíamos para nuestra enfermería no pasaba de cinco -Superfluo es decir que no dábamos abasto con nuestro trabajo. Nos levantábamos a las cuatro de la madrugada. Las consultas empezaban a las cinco. Las enfermas, que a veces llegaban a mil quinientas al día, tenían que esperar a que les tocase su turno en filas de a cinco. Se le abrían a uno las carnes al ver aquellas columnas de mujeres dolientes, vestidas miserablemente, calándose de pie humildemente bajo la lluvia, la nieve o el rocío. Muchas veces ocurría que se les agotaban las últimas energías y se desplomaban a tierra sin sentido corno un témpano más.

Las consultas se sucedían sin interrupción desde el amanecer hasta las tres de la tarde, hora en que nos deteníamos para descansar un poco. Dedicábamos aquel tiempo a nuestra comida, si había quedado alguna, y a limpiar el suelo y los instrumentos. Operábamos hasta las ocho de la noche. A veces, teníamos que trabajar también durante la noche. Estábamos literalmente abrumadas por el peso de nuestra tarea. Confinadas a una cabaña, sin la más mínima brisa de aire fresco, sin hacer ejercicio físico y sin gozar del suficiente descanso, no veíamos cuándo podríamos descansar un poco.

Aunque carecíamos de todo, incluso de vendajes, nos entregábamos a nuestro trabajo con fervor, espoleadas por nuestra conciencia de la gran responsabilidad e se nos había confiado. Cuando nos veíamos llegar al límite de la resistencia corporal, no remojábamos la cara y el cuello con unas cuantas gotas de la preciosa agua. Teníamos que sacrificar aquellas escasas gotas para poder seguir adelante. Pero el esfuerzo incesante nos agotaba. Cuando había varios partos seguidos y teníamos que pasar la noche sin dormir, nos fatigábamos hasta el extremo de andar dando tumbos como si estuviésemos intoxicadas. Pero, a pesar de todo, teníamos una enfermería; y estábamos realizando una tarea buena y útil. Jamás se me olvidará la alegría que experimentaba cuando, después de terminada mi jornada de trabajo diaria en la enfermería, podía irme a la cama por fin. Por primera vez después de muchas semanas, ya no teníamos que dormir en la promiscuidad indescriptible de la koia, revolcándonos en su mugre, en sus piojos y en su hedor. Sólo había cinco mujeres trabajadoras en esta dependencia relativamente grande.

Antes de retirarnos, nos permitíamos el lujo de un buen aseo, gracias al cacharro de que disponíamos. El artefacto se iba por dos agujeros y sólo se podía usar si se tapaban con migas de pan... ¿pero qué más daba? Era una palangana de verdad, que se mantenía sobre un pie de verdad. Contenía agua auténtica, y hasta un trozo de jabón, ¡lujo supremol Bueno, lo que llamaban jabón no era más que una pasta pegajosa de procedencia dudosa y olor asqueroso; pero hacía espuma, aunque no mucha. Teníamos para las cinco dos mantas. Tirábamos una en el suelo, la que no habíamos sido capaces de limpiar, y nos tapábamos con la otra. En general no podíamos decir que estuviésemos muy cómodas.
La primera noche llovió, y el viento soplaba entre los resquicios- de las maderas. El destartalado tejado dejaba pasar la lluvia, y tuvimos que cambiarnos muchas veces, huyendo de los charcos. Sin embargo, después de haber conocido los horrores de la barraca,aquello era un paraíso. De día en día fueron mejoran o nuestras condiciones de vida. Teníamos cierta medida de independencia, relativa, claro está; pero podíamos hablar y éramos libres de ir al evacuatorio cuando lo necesitábamos. Los que no se han visto nunca privados de estas pequeñas libertades no son capaces de imaginarse lo preciosas que pueden llegar a ser.

Pero la situación, de nuestra vestimenta siguió lo mismo. Mientras atendíamos a las enfermas, llevábamos los mismos harapos pos que nos servían de camisón, bata y todo. Pero las pobres enfermas apenas se enteraban, puesto que iban más andrajosas que mendigas gas, cuando no llevaban el uniforme carcelario. Al principio, el personal de la enfermería dormía en la misma habitación de consulta, sobre el suelo. Puede imaginarse el lector nuestra alegría, cuando un día, se nos dio todo "un apartamiento". Cierto, era el viejo urinario de la Barraca No. 12, pero lo íbamos a tener para nosotras. En el cuarto angosto cabían a duras penas dos estrechas camas de campo. Por tanto, adoptamos el sistema de ringleras, como las koias de las barracas. Con tres de ellas, teníamos seis camastros. Aquello era un sueño. De allí en adelante, el pequeño dormitorio iba a ser nuestro domicilio privado. Allí estábamos en casa.

Nos pasábamos muchas noches hablando de las posibilidades de nuestra liberación y analizando con comentarios interminables los últimos acontecimientos de la guerra, tal como los entendíamos. En ocasiones muy contadas, nos llegaba de contrabando algún periódico alemán, y estábamos examinando horas y horas cada una de sus palabras, para sacar una partícula de verdad de entre todas aquellas mentiras.

Con frecuencia dábamos rienda suelta a la nostalgia, hablando de nuestros seres queridos, o simplemente discutiendo los torturantes problemas del día, como por ejemplo, si deberíamos o no condenar a muerte a algún recién nacido para salvar a la pobre madre. Hasta llegábamos a recitar a veces poesías para adormecernos en un estado de calma espiritual que nos permitiese olvidar y escaparnos del horrendo presente.

Los resultados obtenidos en nuestra enfermería distaban mucho de ser gloriosos. Las condiciones deplorables del campo de concentración aumentaban sin cesar el número de las dolientes. Sin embargo, nuestros amos se negaron a aumentar el personal de que podíamos disponer. Con cinco mujeres había bastante. Podríamos haber dado parte de nuestras medicinas y vendajes a los médicos de otras barracas, pero los alemanes no nos dejaban.

Naturalmente, no podíamos atender a todos los pacientes, y muchos de ellos se agravaban por tenerlos abandonados, como ocurría, por ejemplo, cuando se trataba de heridas gangrenadas. Aquellas infecciones exhalaban un olor pútrido, y en ellas se multiplicaban rápidamente las larvas. Utilizábamos una enorme jeringa y las desinfectábamos con una solución de permanganato potásico. Pero teníamos que repetir la operación diez o doce veces, y se nos acababa el agua. La consecuencia era que otras pacientes tenían que esperar y seguir sufriendo.

La situación mejoró un poco cuando se instaló el hospital al otro extremo de la barraca. Este espacio estaba reservado para los casos que requerían intervención quirúrgica, pero, cuando había apuros, se curaban toda clase de infecciones. En el hospital cabían de cuatrocientas a quinientas enfermas. Naturalmente, era difícil conseguir ser admitido, por lo cual las que estaban enfermas con frecuencia tenían que esperar días y crías a poder ser hospitalizadas. Desde que llegaban, debían abandonar todas sus pertenencias a cambio de una camisa miserable. Aun habían de seguir durmiendo en las koias o en jergones duros de paja, pero con sólo una manta para cuatro mujeres. Bien claro está que no podía hablarse siquiera de aislamiento científico. 

Pero, a pesar de todo, el peligro más trágico que corrían las enfermas era la amenaza de ser "seleccionadas", porque estaban más expuestas a ello que las que gozaban de buena salud. La selección equivalía a un viaje en línea recta a la cámara de gas o a una inyección de fenol en el corazón. La primera vez que oí hablar del fenol fue cuando me lo explicó el doctor Pasche, q ue era un miembro de la resistencia.
Cuando los alemanes desencadenaron sus selecciones en masa, resultaba peligroso estar en el hospital. Por eso animábamos a las que no estuviesen demasiado enfermas a que se quedasen en sus barracas. Pero, especialmente al principio, las prisioneras se negaban a creer que la hospitalización pudiera ser utilizada contra ellas como motivo para su viaje a la cámara de gas. Se imaginaban ingenuamente que las seleccionadas en el hospital y en las revistas lo eran para ser trasladadas a otros campos de concentración, y que las enfermas eran enviadas a un ¡tal central.

Antes de estar instalada la enfermería y de quedar yo al servicio del doctor Klein, dije un día a mis compañeras de cautiverio quíen deberían evitar tener aspecto de enfermas. Aquel mism a, acompañaba más tarde al doctor Klein en su ronda médica. Era un hombre distinto de los demás S.S. Nunca gritaba y tenía buenas maneras.
Una de las enfermas le dijo:
 -Le agradecemos su amabilidad, Herr Oberarzt. 


 Y se puso a explicar que había en el campo quienes creían que las enfermas eran enviadas a la cámara de gas. El doctor Klein fingió quedar muy sorprendido, y con una sonrisa le contestó: -No tienen ustedes por qué creer todas esas tonterías que corren por aquí. ¿Quién extendió ese rumor? Me eché a temblar. Precisamente aquella misma mañana, había explicado la verdad a la pobre mujer. Afortunadamente, la blocova acudió en mi ayuda. Arrugó las cejas y aplastó literalmente a la charlatana con una mirada de hielo. La enferma comprendió que se había ido de la boca y se batió inmediatamente en retirada.

-Bueno, la verdad es que yo no sé nada de todo esto -murmuró-.
Por ahí dicen las cosas más absurdas. 

En otro hospital del campo, en la Sección B-3, había en agosto unas seis mil deportadas, número considerablemente inferior a nuestras treinta y cinco mil. Me refiero al año 1944. Tenían habitaciones aisladas para los casos contagiosos. Como era característico en los campos de concentración, dado lo irracionalmente que estaban organizados, esta sección considerablemente más pequeña disponía de una enfermería diez veces mayor que la nuestra, y tenía quince médicos a su servicio. Sin embargo, las condiciones higiénicas eran allí más lamentables todavía, porque no había letrinas en absoluto, sino únicamente arcas de madera al aire libre, donde las internadas femeninas estaban a la vista de los hombres de las S.S. y de los presos masculinos.

Cuando teníamos casos contagiosos, nos veíamos obligadas a llevar a las pobres mujeres al hospital de aquella sección. Era un problema para nosotras. Si nos quedábamos con las enfermas contagiosas, corríamos el peligro de extender la enfermedad; pero, por otra parte, en cuanto llegaban las pacientes al hospital, corrían el peligro de ser seleccionadas. Sin embargo, las órdenes eran rigurosas, y nos exponíamos a severos castigos si nos quedábamos con los casos contagiosos. Además, el doctor Mengerlé hacía frecuentes excursiones por allí y echaba un vistazo para ver cómo seguían las cosas. Ni qué decir tiene, que quebrantábamos las órdenes cuantas veces podíamos.El traslado de las enfermas contagiosas era un espectáculo lamentable. Tenían fiebres altísimas y estaban cubiertas con sus mantas cuando echaban a andar por la "Lagerstrasse". Las demás cautivas las evitaban como si fuesen leprosas. 

Algunas de aquellas desgraciadas eran confinadas en el "Durchgangszimmer", o cuarto de paso, que era una habitación de tres metros por cuatro, donde tenían que tenderse en el duro suelo. Aquella era una verdadera antecámara de la muerte. Las que trasponían aquella puerta, camino a su destrucción, eran inmediatamente borradas de las listas de efectivas y, en consecuencia, no se les daba nada de comer. Así que no les quedaban más que la perspectiva del viaje final. 

Día llegaría, pensábamos, en que, por fin, los camiones de la Cruz Roja se presentarían allí y las enfermas serían atendidas. Y así sucedía; pero los supuestos camiones de la "Cruz Roja" recogían a las Pacientes y se las llevaban una encima de otra, como sardinas en banasta. Las protestas fueron inútiles. El alemán responsable del transporte cerraba la puerta y se sentaba tranquilamente junto al chofer. El camión emprendía su marcha hacia la cámara de la muerte. Por eso teníamos tanto miedo de mandar al "hospital" los casos contagiosos.El sistema de administración carecía absolutamente de lógica. Causaba verdadero estupor ver la poca relación que había entre las órdenes distintas que se sucedían unas a otras. 

Aquello se debía en parte a negligencia. Los alemanes trataban indudablemente de despistar a las presas para disminuir el peligro de una sublevación. Lo mismo ocurría con las selecciones. Durante algún tiempo, eran elegidas automáticamente las que pertenecían a la categoría de enfermas. Pero, de repente, todo cambiaba un buen día, y las que estaban afectadas de la misma enfermedad, como, por ejemplo, difteria, eran sometidas a tratamiento en una habitación aislada y confiadas al cuidado de médicos deportados. 

La mayor parte del tiempo, las que padecían de escarlatina estuvieron en gran peligro; pero, sin embargo, ocurría de cuando en cuando que las que contraían tal enfermedad eran atendidas, y algunas hasta se' llegaban a curar. Entonces se las devolvía a sus respectivas barracas, y su ejemplo servía para que las demás se convenciesen de que la escarlatina no significaba sentencia de muerte en la cámara de gas. Pero, inmediatamente después, aquella táctica quedaba revocada y era substituida por otra. ¿Cómo podía, por tanto, la gente saber a qué carta quedarse? Sea de esto lo que fuere, el caso era que muy pocas volvían del hospital de la sección, y éstas no habían entrado en la Durchgangszimmer, por lo cual no estaban enteradas de sus condiciones. Aquel "hospital" siguió siendo un espectro de horror para todas. Estaba rodeado de misterio y sombras de muerte. 

Cierto día, fui testigo en aquel hospital de una escena particularmente patética. Una joven y bella muchacha judía de Hungría, llamada Eva Weiss, que era una de las enfermeras, contrajo la escarlatina atendiendo a sus pacientes. El día que se enteró de que estaba contagiada, los alemanes acababan de abolir las medidas de tolerancia. Como el diagnóstico fue hecho por un médico alemán, la pobre muchacha sabía que era inevitable su traslado a la cámara de gas. Pronto llegaría una falsa ambulancia de la cruz roja a a recogerla, lo mismo que a las demás enfermas seleccionadas. 

Las que sospechaban la verdad estaban al borde de la desesperación. La habitación resonaba con los ecos de los gemidos de las lamentaciones.Les aseguro que no tienen por qué alarmarse -les decía Eva Weiss quien también procedía de Cluj. Están ustedes imaginándose cosas aterradoras. Verán, esto es lo que va a pasar: Nos trasladarán a un hospital mayor, en el cual nos atenderán mucho mejor que nos atienden aquí. Hasta puedo decirles dónde está localizado el hospital: en el campo de los viejos y de los niños. Las enfermeras son ancianas. Quizás alguna de nosotras encuentre inclusive a su madre. Después de todo, tenemos que pensar en lo afortunadas que somos. -Siendo enfermera -pensaban las pacientes-, debe estar bien informada. 

Y sus palabras las alentaron. Antes de que se cerrase la puerta de la ambulancia, las demás enfermeras dijeron el último adiós a su camarada Eva. Aquella joven heroína había sabido evitar con su frío valor la tortura de la ansiedad y del terror a las desgraciadas que la acompañaban a la muerte. Es mejor no pensar siquiera en lo que ella sentiría dentro de sí, según caminaba a la cámara de gas. Naturalmente, fui testigo de centenares de episodios trágicos. imposible escribir un libro que los relate todos. Pero hubo uno que me emocionó de manera especial. 

De una barraca cercana nos trajeron a una joven griega. A pesar de lo demacrada que la había dejado la enfermedad y e ser un esqueleto viviente, conservaba todavía su belleza. No quiso contestar a ninguna de nuestras preguntas y se comportó como muda. Como nos habíamos especializado principalmente en cirugía, no comprendimos por qué nos la mandaban. Su ficha médica indicaba que no tenía necesidad de intervención quirúrgica. 

La sometimos a observación. No tardamos en descubrir que se había cometido una equivocación. Aquella muchacha debía haber sido internada en la sección destinada a enfermas mentales. Casi todo el tiempo estaba sentada, imitando los movimientos precisos de una hilandera. De cuando en cuando, como si la extenuase su trabajo, perdía el sentido, sin que pudiésemos hacerla volver en sí en una o dos horas. Luego movía la cabeza a un lado y a otro, abría los ojos y levantaba los brazos, como para protegerse de golpes imaginarios en la cabeza. 

Un día después, la encontramos muerta. Durante la noche había vaciado su jergón de paja para "hilarla". Había desgarrado además su blusa en pequeños jirones para disponer de más cantidad de materia prima que hilar. He visto muchas muertas, pero pocas caras me han conmovido tanto como la de aquella joven griega. Probablemente había estado empleada en trabajos forzados de hilandería. No había logrado con sus esfuerzos más que recibir palos. Sucumbió, y el terror y la desesperación animal acabaron por destruir el equilibrio de su mente.
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